martes, 20 de julio de 2010

Monos


Me desperté y salté de la cama. En sólo un segundo pasé del olor a jabón de Marsella de las sábanas al tacto frío del subfusil con el que maté a uno de los monos que desde hace semanas amenazan la seguridad de la región. Estaba espiandome desde la ventana, tramando algo, pero una ráfaga de disparos lo dejó tirado en el jardín, destrozado, manchando con cristales y sangre roja las rosas blancas que mis antepasados plantaron. No puedo permitir que me esclavicen, no quiero trabajar en las plantaciones de plátanos con las que están infectando nuestros campos. Buscan empleados baratos para saciar su apetito insaciable: que si ventajas a la hora de viajar a Canarias, que si sólo diez horas de trabajo al día. Conmigo que no cuenten.

Ahora estoy desayunando. Copos de avena y líquido de soja. Veo los anuncios de la tele para desviar la atención del sabor nauseabundo y evitar las arcadas. Pienso en qué haré con el cuerpo del primate, porque llamar al servicio veterinario de recogida resulta caro y molesto. No quiero pedir una nueva hipoteca para pagar las tasas, voy a optar por quemarlo y meter las cenizas en un jarrón.

Los copos no están tan malos, y me ayudan a empezar el día con energía en la fábrica. En la tele, una mujer en biquini informa de un atentado contra un mono en la costa Norte. Al parecer estaba comiendo pipas colgado de un árbol cuando alguien le dio con un palo en la cabeza. Amateurs. Sonrío y me pongo el traje antisolar para salir a la calle.

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